El maltrato invisible

Basta con observarnos al espejo o mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta de que casi todos, en mayor o menor medida, estamos enfadados y/o deprimidos. Ojeras, ceños fruncidos, miradas tristes, rabiosas o vacías,  arrugas en la frente, rictus amargos en la boca que, con la edad, van transformándose en esos surcos que tienden a uniformar el rostro de muchísimos ancianos...

Las caras tranquilas y felices son una verdadera excepción. Y, sin embargo, a pesar de estas evidencias  cotidianas, son muchos los que siguen escandalizándose cuando insistimos en hablar del maltrato y de los efectos devastadores que éste produce en el alma de todos los seres vivos.

Y es que se trata de una realidad que demasiada gente no puede aceptar. Por eso tendemos a ser excesivamente literales con el lenguaje y, cuando nos referimos a abuso, violencia o maltrato, imaginamos siempre sucesos extremos como palizas, golpes, gritos, insultos, abandono..., e inmediatamente comparamos eso con el trato que nos dieron nuestros padres, o que damos a nuestros hijos, y al instante descartamos que a nosotros nos haya pasado algo así. Lo nuestro es, sin duda, "otra cosa".

Pero nos equivocamos. Si sólo fuesen maltrato los casos más evidentes, los más extremos -que ya son muchos-, no se entendería por qué vivimos rodeados de tanto dolor, tantísimos problemas emocionales, tanta neurosis. El maltrato, la violencia debe ser entonces algo más sutil, no necesariamente visible, pero igualmente dañino. La violencia es, como Laura Gutman describe magistralmente en su libro "Crianza, violencias invisibles y adicciones": la imposibilidad de que convivan dos deseos en un mismo campo emocional. Y añade:

"[Cuando] en un espacio psíquico cualquiera sólo hay lugar para uno y el otro, literalmente, tiene que dejar de existir (como sujeto deseante), es lo mismo que declarar la guerra. (...) Desestimar, negar, ser indiferente, restar importancia, desvalorizar, ignorar el deseo del otro, es tan violento como gritar".

El maltrato es, pues, en el fondo, una batalla, una dictadura del deseo. Lo que yo quiero contra lo que tú quieres. Lo que yo necesito contra lo que tú necesitas. La imposibilidad inconsciente de salir de uno mismo para ver al otro, respetar su deseo, ser capaz de sastisfacerlo. Mi necesidad urgente de defenderme de tu deseo porque lo vivo como una invasión, un ataque, un robo... Es un profundo miedo de volver a ser dañado... porque ya fui dañado por el deseo dominante de mis padres. Por eso repetimos lo mismo que hicieron ellos. Como dice Gutman:

"Un adulto que proviene de una familia violenta, necesariamente es violento... porque obligatoriamente tuvo que organizar algún sistema de supervivencia. (...) Desde este lado del campo de batalla, los padres estamos haciendo lo mejor [para el niño]. Lo estamos educando para que aprenda a portarse bien. Desde el campo de batalla del niño, está cada vez más solo, sin herramientas para vincularse de otro modo y aumentando su soledad y su desamparo".

Por eso es imprescidible prestar atención a estas dinámicas violentas. Observar nuestros sentimientos, evocar nuestra infancia, recordar cuántas veces tuvimos que "dejar de existir" para que otros ganaran... Y darnos cuenta de cómo eso, que ocurrió hace ya tanto tiempo, aún determina hoy nuestras reacciones: cómo luchamos por ganar siempre, cómo solemos siempre dejarnos vencer, cómo huimos o nos protegemos del deseo de los demás... Sólo concienciando, expresando y madurando todo esto dejaremos de maltratar o ser maltratados invisiblemente. Aunque no es fácil. Como nos advierte la propia autora:

"Si pretendemos cambiar el curso de la historia familiar, será a costa de muchísimo coraje y enfrentamiento con nuestras creencias más arraigadas".

Y ahora que ya lo sabéis, cuando observéis cómo se trata la gente en las casas, el colegio, el restaurante, el trabajo, el hospital, la peluquería, las tiendas, la calle, el campo de fútbol, el sindicato, la política, la consulta del médico o el psicólogo... Cuando notéis hasta qué punto escasean las personas que no necesitan ganar, que no luchan por imponer a toda costa su deseo sobre los demás... Entonces os daréis plena cuenta de que vivimos envueltos en una constante guerra invisible que se refleja, como antes decíamos, en el rostro de casi todos nosotros.

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